Nunca es tarde si la dicha es buena, así que después de un mes os puedo contar cómo quedó la prueba que les planteé a los alumnos de Matemáticas Académicas de 3º de ESO ambientada en la vida de René Descartes.
Como os dije en esta otra entrada, antes de plantear esta prueba hicimos una como modelo para que supieran a qué se iban a enfrentar, así que los resultados académicos fueron muy buenos, pero lo que más me gustó fueron los comentarios acerca del contenido histórico de la prueba una vez realizada la misma. A la mayoría les gustó y les llamó mucho la atención el trato que le dieron a los restos de Descartes. Como suele ocurrir casi siempre hay un grupo que no se manifestó ni para bien ni para mal. Y lo más gracioso y motivador es que alguno se emocionó e incluso se planteó calcular la parábola que enmarca su cráneo al igual que se pedía en uno de los ejercicios.
Claro, muchos igual no entendéis de qué estoy hablando, así que lo mejor que puedo hacer es contaros un poco la vida de René Descartes, el filósofo del «cogito, ergo sum» y el matemático de los «ejes cartesianos»:
Tiene guasa que los huesos del padre del racionalismo se desperdigaran por Europa como si se tratasen de las reliquias de un santo medieval. No se llegó al extremo de Santa Teresa, que está descuartizada y repartida por parte de la geografía española, pero con los restos de Descartes se hicieron tres partes. (¡Uy! Sin haberlo pensado, me ha salido un pareado.)
Pongámonos en situación. En septiembre de 1649, la futura reina Cristina de Suecia –reina instruida y culta, interesada en aprender y no en divertimentos ni pasatiempo banales—llamó a Descartes para que se uniera a su corte en Estocolmo y le ayudara a montar una academia. Quería que se encargara de dar las clases de ética y teología. Descartes aceptó la oferta y Cristina envió un navío para llevarlo desde Holanda, donde residía en aquel momento, hasta Suecia. Para Descartes todo aquello era nuevo, pues era la primera vez que recibía un trato destinado únicamente a la realeza, así que ni se le ocurrió preguntar por las horas en las que tendría que trabajar. ¡Craso error! Descartes, que siempre había sido una persona enfermiza y que solía pasar casi todas las mañanas metido en la cama, tuvo que aprender a la fuerza que ese no era el estilo de vida de la realza sueca: Cristina insistía en iniciar sus clases a las cinco de la mañana, independientemente del tiempo que hiciera. ¡Qué mujer! ¡Con lo rica que está la cama a esas horas y más en invierno! Y aquel invierno fue especialmente duro en Estocolmo. Descartes, que estaba residiendo en la casa del embajador de Francia, Chanut, tenía que levantarse a las cuatro y media de la madrugada y enfrentarse al frío holmiense, para comenzar sus lecciones a la hora fijada, con lo cual su salud pronto se resintió y cayó enfermo de neumonía (al menos, esa fue la versión oficial). Como tenía algunos conocimientos de medicina intentó curarse a sí mismo tomando un brebaje de vino aderezado con tabaco, cuyo fin era hacerle vomitar las flemas, pero aquello no hizo sino empeorar la situación y el 11 de febrero de 1650 falleció, a los 53 años de edad. Al ser Descartes católico y Suecia un país protestante fue enterrado en un cementerio para niños no bautizados: el “Cementerio de los Inocentes”.
Dieciséis años más tarde, sus compatriotas franceses decidieron recuperar los restos de tan ilustre personaje y realizaron todos los trámites con la ayuda del nuevo embajador francés en Suecia, el barón de Tersón. Exhumaron el cuerpo y lo colocaron en un ataúd de madera, pero antes de poner la tapa, el embajador hizo una petición (que esperaban le cumplieran en pago a su buen hacer en aquellas circunstancias): pidió el dedo índice del hombre que escribió el “cógito, ergo sum” (pienso, luego existo), y lo consiguió. Primera reliquia.
Durante el viaje desde Estocolmo a París, que duró ocho meses, ya que decidieron hacerlo por tierra con el fin de esquivar a los ingleses –que, como sabemos todos, son muy amigos de quedarse con lo ajeno y ya habían manifestado su interés por los restos del filósofo y matemático–, Descartes viajó oculto entre el equipaje del barón de Tersón. El encargado de custodiar el féretro era el capitán de la guardia sueca, Isaak Planström, y se ve que le cogió cariño, pues quiso quedarse un recuerdo de su más cercano compañero de viaje. Se llevó a casa el cráneo cartesiano y lo sustituyó por el de otro difunto. Segunda reliquia.
Llegados a París, la primera parada de los restos de Descartes, sin el dedo índice e incluido el cráneo falso, fue la casa de su amigo d’Alibert. De allí pasaron a la iglesia de Saint Paul y después a la basílica de Sainte-Geneviéve-du-Mont, donde recibieron sepultura durante un siglo. Con el estallido de la Revolución Francesa, Alexandre Lenoir comenzó a temer que los restos desaparecieran y los trasladó al convento de Petits-Augustins. No obstante, los revolucionarios reconocían que Descartes era (y es) un célebre francés y como tal querían que estuviese en el Panthéon, que era la antigua Sainte-Geneviéve-du-Mont. Así que de nuevo para allá. Por fin, en 1819, se mudó por última vez. Ahora a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, donde descansa desde entonces. Aunque a saber por cuánto tiempo, porque ha viajado casi tanto como los baúles de la Piquer. ¡Menos mal que a Descartes le gustaba mucho viajar y conocer mundo, porque lo hizo muerto, casi tanto como vivo! Tercera reliquia.
¿Y qué pasó con el cráneo? Pues que estuvo decorando las vitrinas de las casas de todos aquellos que quisieron pagar por él para poder presumir de tener el cráneo de la persona que decretó la separación de cuerpo y mente, defendiendo el uso de esta y del sentido común para avanzar en el conocimiento y alcanzar la verdad. Irónico, ¿no? Parece que creían que, por tener el cráneo de Descartes, se les iba a pegar algo de él. Iban a pensar y, por ende, existir.
Del aparador de la casa de Planström, pasó al de la casa de Anders Anton von Stiernan, un escritor, después al del cura Celsius, al de Hägerflycht, al de Fischerström, al de Ahlgren y, finalmente a la vitrina de Sparman, el dueño de un prostíbulo. Y es que no contentos con tener el cráneo en su casa, cada uno de sus dueños fue dejando en él su nombre, y la fecha en la que lo adquirió. Por eso cuando, en 1809, el químico sueco Jöns Jakob Berzelius adquirió la calavera por el módico precio de 37 francos, supo quiénes habían sido todos sus dueños desde que fue robada en 1666.
Berzelius fue una persona honesta y envió el cráneo al naturalista francés Georges Cuvier, quien no podía creer lo que tenía en sus manos. Después de realizar varias pruebas para comprobar su autenticidad, algunas tan extrañas como compararlo con la calavera del marqués de Sade o hacerle un estudio frenológico, fue llevado al Musée de L’Homme de París, donde está expuesto junto a los cráneos de otros homínidos, como el del hombre de Cromagnon.
Como matemático, Descartes es reconocido por ser quien desarrolló la geometría analítica o geometría cartesiana, que utiliza el álgebra para resolver problemas de geometría. Según cuentan los estudiosos, estando una vez enfermo (cosa habitual), mientras estaba postrado en la cama, se fijó en el vuelo de una mosca y tras analizarlo intentando buscar algún patrón que permitiera saber qué rumbo iba a seguir, se preguntó si sería posible determinar en cada instante qué posición tenía la mosca. Tras pensarlo, concluyó que si supiera la distancia de la mosca a tres superficies ortogonales: el techo, una pared y otra pared contigua a la anterior (en una habitación rectangular) tendría la respuesta. Y acto seguido se levantó de la cama, se dirigió a su escritorio y dibujó dos ejes perpendiculares en un papel. Ahora, cualquier punto de la hoja estaba determinado por la distancia a dichos ejes. Acababa de descubrir o inventar (según se mire) los ejes de coordenadas, llamados ejes cartesianos en su honor. Eso es para que luego digamos que “distraerse con una mosca” es algo malo. ¿Quién sabe? Igual el distraído está inventando una teoría revolucionaria, como le ocurrió a Descartes.
Descartes pasó toda su vida intentando reconocer la verdad. Él no dudaba de su existencia, sino de que supiéramos distinguirla y nos animaba a buscarla a partir de nosotros mismos, mediante el pensamiento y la reflexión, no siguiendo lo que nos digan otras personas, por muy autorizadas que las consideremos para guiarnos. En su búsqueda quiso viajar por toda Europa, y, si de muerto lo hizo, como dijimos antes, incluso a trozos, la manera que halló para viajar de vivo fue haciendo carrera militar, así que, tras licenciarse en derecho en 1616, en Poitiers, se unió como voluntario al ejército, aprovechando que Mauricio de Nassau había firmado una tregua con España por doce años. Le dieron destino en Breda y allí realizó trabajos de ingeniería militar, relacionándose con intelectuales de la zona, como el médico, físico y matemático Isaac Beckman, al que conoció tras resolver un problema que propuso el holandés, y de quien se hizo amigo para siempre.
Una vez que hubo cumplido con sus obligaciones militares con Nassau, viajó por Alemania y después se volvió a unir al ejército. Esta vez al de Maximiliano de Baviera. Su regimiento estuvo destinado a orillas del Danubio, en Bohemia, en Hungría y en Praga, donde fue dispersado por los checos en 1620. Estaba comenzando la Guerra de los Treinta años, durante la que tuvo lugar el asedio de Breda, donde los tercios españoles, al mando de Ambrosio Spinola, vencieron a Justino de Nassau, gobernador de Breda y hermano de Mauricio de Nassau. Si el regimiento de Descartes no hubiese sido dispersado y este hubiese continuado en el ejército, tal vez hubiese vuelto a Breda y habría aparecido en la famosa instantánea que realizó Velázquez de La Rendición de Breda, pintura también conocida como Las Lanzas.
Descartes volvió a Francia, vendió todo lo que había heredado tras la muerte de su padre y se dedicó a viajar por Italia y Holanda, hasta que lo mandó llamar Cristina de Suecia, y ya sabemos qué mal acabó aquella aventura. Aunque… os he contado la primera versión de los hechos. Veamos la segunda:
En 1980, el científico alemán Eike Pies encontró una carta en la Universidad de Leyden. La carta había sido escrita por el médico personal de la reina Cristina, Johann van Wullen, e iba dirigida a un colega. En ella describía los síntomas que había sufrido el filósofo desde que comenzó a sentirse mal: vómitos, diarrea, mareos, debilitamiento (normal, si se estaba yendo por arriba y por abajo), lesiones cutáneas, pigmentación de la piel, … Síntomas que, al parecer, no son los propios de una neumonía, sino de una intoxicación por arsénico. En esa misma carta, van Wullen explica que Cristina quiso leer la carta antes de que la enviara y que le pidió que tuviese cuidado para que no cayese en manos extrañas, puesto que no quería poner aún más en entredicho el prestigio de su monarquía, que ya estaba siendo bastante criticada a causa de sus “excentricidades”, porque sí, en aquella época que una mujer quisiera aprender era una excentricidad.
¿Y quién y por qué quiso quitar de en medio a Descartes? En 2010 el filósofo alemán Theodor Ebert dio respuesta a estas preguntas. Al parecer, según el ensayo de Ebert, en los ocho meses que Descartes estuvo viviendo en Estocolmo, mientras se alojaba en la casa del embajador francés, Chanut, compartió hospedaje con un capellán muy, pero que muy, conservador llamado François Viogué.
Como sabemos Descartes había sido contratado por Cristina como profesor de ética y teología para la academia que estaba comenzando a arrancar en Estocolmo. La intención final de Cristina, cuando llegase al trono, era convertir a Suecia en el centro cultural de Europa, así que tenía que conseguir que los mejores filósofos, científicos, matemáticos, lingüistas, ingenieros, médicos, … fueran a su país. Pero claro, eso no convencía a todo el mundo, no fuese a ser que la gente aprendiera demasiado, dejase de creer en demonios, brujas, santos y vírgenes y se les acabase el negocio.
Las teorías matemáticas y científicas de Descartes no tenían buena fama en ciertos sectores de la sociedad, sobre todo en los eclesiásticos, y eran consideradas sospechosas de herejía, casi tanto como las de Galileo Galilei –y eso que Descartes era muy creyente y no creía que hubiese contradicción entre sus pensamientos y sus creencias–. Así que Viogué diseñó un plan para deshacerse de Descartes: lo envenenaría con arsénico y lo haría a través de las hostias que tomaba cada vez que comulgaba, cosa que hacía con bastante frecuencia puesto que, como hemos dicho, Descartes era muy creyente. ¡Vaya broma le jugó el destino a Descartes! Al final, murió por sus creencias y no por sus razonamientos.
Para terminar os dejo la prueba que propuse en clase para que veáis como introduje la historia y os animo a resolver los problemas. 😉